Recientemente se ha generalizado la idea de que los dispositivos digitales conectados son adictivos, y que ese poder adictivo está impactando negativamente en la salud mental de los adolescentes. Con esa opinión de fondo, resulta difícil no dejarse arrastrar por el miedo.
El miedo es, sin embargo, mal consejero. Sin duda, algunos adolescentes hacen un uso inadecuado de sus dispositivos digitales, pero afirmar que este es consecuencia de una adicción implica más de lo que parece. Primero, asumir que la explicación es parecida a la que damos al consumo excesivo de alcohol en una persona que padece alcoholismo, o a apostar en exceso en una persona que sufre ludopatía. Segundo, que la forma de abordar esos problemas debe ser parecida. Con la evidencia disponible, ambas afirmaciones conducen por un camino equivocado.
Qué lleva al uso inadecuado de la tecnología
Las sustancias adictivas operan sobre nuestro cerebro de forma razonablemente bien conocida, y son adictivas en parte porque generan cambios anómalos en ciertos circuitos relacionados con la motivación y la recompensa. Dicho de otro modo, las drogas de abuso (y el juego de azar) son intrínsecamente adictivos.
Las aplicaciones digitales producen los cambios en el cerebro que producen cualesquiera otras actividades que practiquemos con asiduidad, como el ajedrez o aprender ciertas habilidades. Ninguno de estos cambios es fisiológicamente anómalo. La idea de que ciertas actividades online provocan una ‘descarga’ anómala de dopamina, o de que sea bueno someterse a ‘detox’ de dopamina, carece de base científica.
El uso inadecuado de redes sociales y videojuegos debe verse más como un síntoma. Estas actividades se convierten con frecuencia en actividades ‘refugio’ que permiten lidiar temporalmente con emociones complejas y con la falta de ciertas habilidades sociales y emocionales.
Es cierto que su accesibilidad permanente y algunas características de su diseño pueden favorecer ese proceso, dificultando que monitoricemos adecuadamente cuánto tiempo acabamos usándolas. Además, estos dispositivos permiten usar el propio comportamiento del consumidor para perfilar los contenidos que muestra. Esta personalización guiada por algoritmos puede indirectamente aprovecharse de ciertas vulnerabilidades (como trastornos afectivos o de la conducta alimentaria) y dirigir a esas personas vulnerables hacia contenidos que pueden resultarles dañinos. Esas características deben ser adecuadamente reguladas y legisladas.
Los objetivos de la prevención y el tratamiento
La otra diferencia importante entre las drogas y la tecnología es determinar a qué aspiramos. En menores y en personas rehabilitadas o en proceso, se aspira al ‘consumo cero’, o al menos a reducirlo lo máximo posible. El consumo de sustancias en menores es siempre indeseable, como lo es la posibilidad de una recaída en una persona que ha sufrido una adicción.
En el uso problemático de dispositivos se debe aspirar sin embargo a un uso equilibrado, pero la abstinencia completa ni es deseable ni es seguramente posible. De hecho, existe evidencia que sugiere que la conectividad puede tener incluso un efecto protector sobre la salud mental en determinadas circunstancias. La abstinencia completa entraña un alto coste (como el aislamiento o internamiento temporal) que, en ciertas ocasiones, es necesario asumir para conseguir la recuperación de la persona adicta. En el caso de las ‘adicciones digitales’ no ha demostrado ser necesario o eficaz.
Cómo abordar los problemas con el uso de la tecnología